La identidad como norte y bandera

Nací el 16 de noviembre de 1975 en Villa Dolores, Córdoba. Nací con el “Manto de la Virgen”, cubierto por la placenta de mi mamá Inés. Dicen en el campo, que el bebé que llega al mundo en esas circunstancias será ciego. Las enfermeras, al verme, empezaron a rezar.

Fuera de la sala de partos, mi papá Carlos esperaba ansioso, hasta que mi llanto inundó el pasillo y habitó todo el espacio. Una hora antes, él había sido atacado en los ojos por un enjambre de abejas, mientras empujaba el Chevrolet gris de mi abuelo para hacerlo arrancar y trasladar a mi vieja al hospital.

Fue tan grande  el hinchazón que se le perdió la naríz y apenas podía abrir los ojos. Mi madre le pidió a Santa Rita, patrona de lo imposible, por el nacimiento y las picaduras.

De Santa Rita se dice que, cuando era bebé, mientras dormía, abejas blancas se agrupaban en su boca y depositaban dulce miel sin hacerle daño y sin que llorara. Que las abejas curan… Lo supe hace poco.

Me esperaban como Pablo Andrés, pero el doctor Darwin le dijo a mis padres que era una nena (la ciencia es una contradicción en sí misma).

Y me convertí en otra persona, habitando el mundo y la vida con un nombre que no era mío. Lo supe a los 4 años, en el jardín, inventando nombres con S que se parecieran a “Superman”, mi súper héroe favorito.
El otro no me representaba, sentía que llamaban a otra persona

Y así crecí, jugando en mi dimensión paralela, escapando a ella cuando me agobiaban los estereotipos, las miradas que juzgaban, obligándome a encajar. ¡Qué barbaridad todo lo que se espera de un nene de trenzas largas, en cuero y en patas, que solo quiere jugar y preguntar cosas!

Nada fue fácil. Me fui casi dos décadas, tan lejos como pude, hasta que me cansé de huir de todo y de mí.

Después de que Ley de Identidad de Género 26.743 entrara en vigencia en mayo de 2012, me rebauticé como Santiago Andrés, rectifiqué todos mis datos, partida de nacimiento y DNI.

Santiago por mi súper héroe favorito. Y Andrés porque es el que fuí siempre, desde antes de nacer físicamente. Abrazando esa primera energía y amor.

Por fin, 39 años después, ese niño volvió a sonreir. Dejando atrás legalmente 39 años de espejos rotos, de mandatos y colores oscuros, de memorias, dolores, ausencias, gritos callados que no le hacían justicia a mi esencia. Encerrado en la fría prisión de ser un desaparecido de mi propia historia.

Me quedé sin agua y sin pan, me quedé sin voz hasta que un día me di cuenta que la tenía y podía elevarla. Que podía moverme aunque aún tuviera cadenas, que esa conciencia me daría envión para exigir y luchar por mi libertad. Y lo hice, a capa y espada. Contra todo. Gladiador en la arena de la vida.

De la época en que nací, de la Dictadura, no se hablaba mucho en casa, era algo que apenas se susurraba.

Una extraña sensación de resguardo y de miedo, y miradas casi en lágrimas recordando a Héctor Acosta Pueyrredón, un poeta amante del rock que fue acribillado a plena luz del día por los militares. Iba en su moto, con pelo largo y vestido de cuero. Era amigo de mis padres. Antes de ser asesinado, él les regaló un inmenso cuadro pintado por su mano y su corazón, que retrata los ojos verdes y el rostro precioso de su amada. Ese cuadro hoy ocupa casi la mitad de su sala y algún día colgará de la pared de la mía, mientras le cuente esta misma historia a mis hijxs. Seguramente.

Es marzo 2020 y el mundo aún duele.

De vez en cuando, suelo encontrarme caminando por la calle, buscando. No sé bien qué busco o a quién busco. Sin embargo, estoy seguro que muchas veces me crucé con un nieto o nieta de desaparecidos, que tiene mi misma edad, que no está viviendo su vida y que no lo sabe. Podría haber sido yo…

Quisiera mirarle y decirle que lo exija, que tiene derecho a saberlo todo, a que le devuelvan su historia y su vida, a que le nombren, le miren y abracen para que exista.

Y busco con ellxs, con mis compañerxs, con las madres y abuelas, buscamos con una sociedad entera.

Verdad, Memoria y Justicia.

Que cada persona en Argentina y en todo el mundo, recupere su existencia, que arda por dentro y defienda, que construya desde su derecho superior y absoluta legitimidad, su propia identidad.

Que se encuentre, que se libere de las sombras y la clandestinidad, que se quite la mordaza de su existencia.

Y que cada día más enterxs, acompañemos la búsqueda que hacen de sí mismas las personas trans, las infancias, las juventudes, lxs adultxs que no se animan, para que no sean enterradxs con nombres que no son suyos, en las fosas comunes de un mundo heterosexista, binario y patriarcal que no les nombra.

Hay esperanzas, siempre hay esperanzas.

Ante tanta incertidumbre y caos, mirar los ojos de Gema, Celeste, Joaco, León o Zoe, nacides en el mismo momento en que se aprobaba la Ley de Identidad de Género en el Congreso, es un oasis.

Mirarme en ellxs es encontrarme, abrazarme y unir toda la historia, la biografía y los relatos con los que nos criamos nosotrxs, los del 75, y con los que se criarán ellxs.

Como mi madre que me sostuvo en brazos y me dio seguridad, así puedo ahora yo, libre, acompañar a mis hijxs del corazón y de la historia, en el punto en que me toca contarla.

Santiago Andrés Merlo
Lic. en Comunicación Social – Docente -Coordinador de la Casa de Varones Trans y Familias.

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