“¿Les falta educación?”

Frente a esta pregunta, que encierra en forma tácita casi una afirmación sobre los sectores más vulnerados, Natalia Bermúdez –antropóloga del Instituto de Antropología de Córdoba y del Museo de Antropología UNC– se plantea desafíos y responde con nuevos interrogantes: “¿Cómo hemos contribuido lxs trabajadorxs de las ciencias sociales y humanas a este tipo de lecturas simplistas y sociocentradas? ¿Cómo dar cuenta de que la pandemia, se entremezcla con emergencias múltiples como el acceso al agua, a la alimentación y a la presencia de otras enfermedades? Sobre estos escenarios en que la cotidianeidad se encuentra plagada de incertidumbres de largo aliento, las campañas de “educación” poco podrían hacer por sí solas”.

Foto: La tinta

En marzo de este año integré la Comisión de Ciencias Sociales de la Unidad Coronavirus COVID-19 (CONICET y MINCyT),  que desarrolló un relevamiento en comunidades vulnerables sobre el impacto social de las medidas del aislamiento dispuestas por el poder ejecutivo nacional en el marco del COVID-19, coordinado por el Dr. Gabriel Kessler. En ocasión de una entrevista que me realizaron para “divulgar” los resultados en medios de Córdoba, relaté cuáles eran, a mi parecer, las cuestionas más significativas del informe.

El relevamiento llevado a cabo durante los primeros días del confinamiento obligatorio por investigadores e investigadoras de todo el país daba cuenta de que para muchas personas el llamado “Coronavirus” era una enfermedad de afuera, traída de afuera, por gente viajada y, por tanto, perteneciente a otras clases sociales. Este imaginario probablemente demarcaría las prácticas de prevención y cuidado que podrían implementar en su vida cotidiana, por lo que el periodista me hizo una pregunta un tanto retórica: “-¿les falta educación…?”.

¿Qué interrogantes me dispararía esta repregunta? Cierto es que “la educación” –en términos genéricos, homogéneos, civilizatorios- aparece usualmente en los medios masivos como una solución irrevocable a los problemas y carencias que se le asocian a los sectores vulnerables. Pero también me interpelaba directamente. ¿Cómo hemos contribuido lxs trabajadorxs de las ciencias sociales y humanas a este tipo de lecturas simplistas y sociocentradas? ¿Cómo mostrar entonces que las yuxtaposiciones de condiciones materiales, sociales, políticas con las violencias institucionales cotidianas, los niveles de hacinamiento y las dificultades para sostener las actividades del trabajo informal delinean sin dudas escalas de prioridades diversas? ¿Cómo dar cuenta de que la pandemia, se entremezcla con emergencias múltiples como el acceso al agua, a la alimentación y a la presencia de otras enfermedades? Sobre estos escenarios en que la cotidianeidad se encuentra plagada de incertidumbres de largo aliento, las campañas de “educación” poco podrían hacer por sí solas. 

En el actual e inédito rol de generar insumos para desarrollar políticas públicas, lxs investigadorxs de las ciencias sociales y las humanidades hemos venido mostrando, a través de diagnósticos y relevamientos, cuán importantes resultan nuestras disciplinas para comprender los significados y las experiencias de las comunidades complejizando los datos arrojados por otras ciencias más tradicionales en el abordaje de enfermedades y pandemias.

Ahora bien, quisiera colocar algunas provocaciones en relación a los desafíos políticos, epistémicos y ontológicos en que nos encontramos. Cantidades, condiciones, problemas, y sus georreferenciaciones, forman parte de las variables que sustentan los diagnósticos producidos en esta coyuntura. Pero ¿qué pasa con estos datos? Usualmente el proceso posterior a la recolección de información queda reducido a la confrontación de los mismos con saberes hegemónicos que “señalen el norte” sobre cómo proceder ante tal o cual problemática. Sin poder adentrarme en esto, sabemos que desde hace varios años algunas miradas de la antropología han venido planteando cuestionamientos y propuestas para las prácticas de investigación y de intervención. Las perspectivas decoloniales, por ejemplo, formulan otras formas de hacernos preguntas, partiendo de las demandas planteadas por quienes anteriormente serían solo sujetxs –u objetos- de investigación. También refieren otras maneras de “intervenir” desde trabajos más colaborativos o dialógicos e interpelan distintas miradas sobre la articulación y el encuentro entre investigadorxs e interlocutorxs. Pero ¿cómo estas discusiones están permeando la producción de informes en el actual contexto?. Esto es, ¿cómo y hasta qué punto relevamos las prácticas de las propias comunidades para resolver lo que consideran acuciante?, ¿cómo damos cuenta de las experiencias y saberes construidos históricamente en torno los conflictos que los atraviesan?

Reconocer las propias lógicas de resolución, las formas de resistencias locales y de creatividad social producidas en situaciones críticas por las comunidades vulneradas implica engendrar herramientas políticas en ese encuentro, posibilita distinguir no sólo las resistencias que pueden resultar “autodestructivas” –o asociadas a la “falta de educación”– , sino también, potenciar aquellas que asegurarían la supervivencia de las poblaciones y sus condiciones de existencia. Pero mejor aún, puede conducirnos a dejar de obturar el propio reconocimiento que las comunidades tienen de sus saberes y de sí mismas.


Por Natalia Bermúdez
Antropóloga Social del Museo de Antropología – IDACOR – UNC.

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