¿Qué mundo entra en esta aldea?

Lucía de Abrantes –antropóloga y socióloga, por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM)– reflexiona  sobre el filme “El mundo que quisiera. Relatos de Umepay” de Diego Gueler. Un documental que se adentra en el caso particular de un fenómeno de éxodo que en el país viene creciendo en los últimos tiempos: muestra cómo un grupo de amigxs de la gran ciudad (Buenos Aires) abandona su lugar de residencia, para asentarse de manera permanente en Villa Yacanto de Calamuchita y allí construir su propia aldea, en búsqueda del buen vivir, dentro de un entorno natural.

Sin embargo la antropóloga Abrantes advierte que “El mundo que quisiera” esquiva una problemática clave: “los modos de administrar, regular, comercializar y valorizar el territorio serrano. Y, en relación con este argumento, el film olvida señalar aquellas condiciones de privilegio que posibilitan el acceso, el disfrute y la posibilidad de habitar en él. ¿Quiénes puedan realizar este cambio en sus estilos de vida?, ¿qué recursos materiales y simbólicos se necesitan para materializar el sueño?, ¿quiénes pueden, en definitiva, construir su propia realidad o, como dice el título de la película, habitar el mundo que quisieran?”


El jueves 23 de septiembre se estrenó –en las principales salas de la ciudad de Córdoba– “El mundo que quisiera”, un documental que cuenta la historia colectiva de un éxodo: un grupo de amigxs de la gran ciudad que decidió abandonar su lugar de residencia, dejar todo atrás, para asentarse de manera permanente en Villa Yacanto de Calamuchita y allí construir su propia aldea. La producción audiovisual –dirigida por Diego Gueler– se centra en la vida de quienes habitan esta eco-aldea enclavada entre montes y ríos cordobeses para documentar aquel movimiento de salida y recuperar algunas de las experiencias de lxs protagonistas de este desplazamiento.

La película comienza enlazando una serie de imágenes que nos conducen –sin mediaciones posibles– al centro mismo de una naturaleza poco intervenida y vigorosa. Vemos árboles, sierras, ríos, flores, insectos y, de pronto, nos topamos con aquella comunidad que parece habitar ese escenario natural que proyectan las imágenes. Una tranquera se abre y la cámara persigue un camino dentro del monte y así, con ese gesto, nos invitan –a nosotrxs, lxs espectadorxs– a asomarnos a aquel mundo que esta producción promete develar.

Las palabras no tardan en llegar y vienen para instalar un interrogante con contundencia. Un interrogante que invita, que sugiere y que, además, va a organizar el recorrido de toda la trama. Una voz, entonces, dice lo siguiente: “ah, entonces, ustedes lo hicieron, esto que muchos soñamos en la ciudad: juntarnos con un grupo de amigos, ir al campo, llevar una vida sana. Ustedes lo hicieron, lo lograron, no se quedaron en la idea, en las palabras”. Y, entonces, quienes estamos siguiendo el hilo de esta propuesta no tenemos más alternativa que preguntamos qué es lo que hicieron y quiénes lo hicieron.

“El mundo que quisiera” nos habla sobre lo que sus protagonistas definen como un “experimento social, creativo, humano y espiritual”. Nos cuenta, así, la historia de ese experimento que nace cuando un grupo de amigxs, hastiadxs de los ritmos de vida metropolitanos, deciden huir de la Ciudad de Buenos Aires para emprender un profundo cambio en sus estilos de vida. Con más dudas que certezas, estas familias se instalan en un campo serrano desprovisto de la mayoría de los servicios y las comodidades urbanas. “Venden todo”, como sugieren ellxs, y se van escapando del mundo, pero buscando crear “su propio mundo”.

Para generar un contraste entre el presente y el pasado, el director eligió contar el origen y los primeros pasos de esta comunidad a través de una seguidilla de dibujos. En estas acuarelas, que se suceden mientras un voz en off delimita los hitos del recorrido, podemos ver cómo la gran ciudad va quedando atrás y con ella el ruido, el estrés y el ritmo frenético. También observamos las limitaciones que encontraron al momento de asumir el desafío de materializar un sueño. Ese sueño lleva el nombre de Umepay en honor al cerro homónimo que resguarda en su base a esta comunidad que ha sido imaginada desde lejos. Una comunidad que comenzó con diez personas, pero que hoy alberga cerca de doscientas; una comunidad que se presenta ante el público como un organismo en movimiento, en expansión y en crecimiento.

A lo largo de los 60 minutos en los que se extiende la película, lxs habitantes nos cuentan que Umepay puede ser muchas cosas: un organismo vivo que se transforma, una comunidad, un experimento, un paraíso terrenal, un lugar para el autoconocimiento, un potenciador de procesos, un aliado, un espejo natural para poder verte, un espacio para elegir tu propio juego. Estas representaciones sostenidas por las voces de sus protagonistas se van intercalando con una sucesión de imágenes que nos muestran cómo es vivir en esta aldea. De este modo, podemos observar “de cerca” –porque la cámara parece no incomodar a quienes protagonizan este documental– cómo realizan sus actividades cotidianas, cómo construyen sus casas, cómo llevan a cabo sus asambleas, cuáles son sus expresiones artísticas, cómo se vinculan con el entorno y también, cuáles son sus principales desafíos.

La película, sin dudas, nos interroga sobre un fenómeno que viene ganando fuerza en los últimos años en la Argentina: un proceso de movilidad que va desde la gran ciudad hacia los escenarios de pequeña y mediana escala, de “lo construido” a “lo natural”, de “lo urbano” a “lo rural”, del “centro” a la “periferia”. Un movimiento inverso que es impulsado por una serie de motivos que están bien lejos de aquellas tradicionales búsquedas de oportunidades económicas. Aquí el movimiento es vital y pulsa por un cambio en el estilo de vida.

Se trata de un desplazamiento poblacional que admite toda su relevancia en un contexto como el actual en el que la crisis sanitaria de Covid-19 vino a subvertir, entre otras cosas, algunos de los imaginarios sedimentados en torno a la vida urbana que se despliega en las grandes ciudades. En este contexto, en el que muchas familias están pensando en irse –porque la pandemia gatilló distintos interrogantes existenciales, incomodidades, ansiedades y temores–, la película se presenta como una oportunidad para reflexionar sobre lo que implica irse y también lo que implica llegar.

“El mundo que quisiera” contiene un enorme valor testimonial ya que son quienes protagonizan este movimiento poblacional quienes nos cuentan sobre cómo es vivir en este lugar y cuáles son las principales diferencias entre los estilos de vida que pueden desplegar aquí y aquellos que sostenían en las grandes ciudades que solían habitar. Hay una recuperación –para decirlo en los términos clásicos de la antropología– del “famoso punto de vista nativo”. Bajo este movimiento, la película de Diego Gueler profundiza en una constelación de motivos que impulsaron la salida de la gran urbe: el contacto con la naturaleza, el cambio en el estilo de vida, la necesidad de volver a ciertas prácticas ancestrales y menos consumistas, el despliegue espiritual, el ritmo, entre otras dimensiones. Sin embargo, la narrativa parece quedar enredada en esas causas más “personales” de quienes decidieron migrar, y olvidar, por momentos, cómo se construyen socialmente este tipo de desplazamientos. Es decir, retrata un caso en profundidad, pero lo expone en toda su peculiaridad sin tejer relaciones con otros casos similares que pueden encontrarse en otros escenarios del país.

Otro de los puntos potentes de esta propuesta audiovisual es la desnaturalización de ciertas aristas vinculadas con el estilo de vida que parece encarnar esta aldea o, mejor dicho, este tipo de aldeas. Sin dudas, este segmento ofrece un análisis sumamente fructífero porque desarma cierta idea romántica sobre estos desplazamientos, sobre ese “salir” de la ciudad para asentarse en un entorno rural, bucólico y desconectado del “ruido de la urbe”. Lo desarma, digo, porque lxs protagonistas nos cuentan sobre las fricciones y las contradicciones. Es decir, nos hablan sobre los múltiples problemas que tuvieron que atravesar para adaptarse al nuevo territorio, sobre los conflictos vinculados a las prácticas comunitarias y sobre los miedos de quedar aislados, de constituir una suerte de burbuja que se conecta con “lo natural” en el mismo momento en que, de algún modo, se desconecta del mundo.

Más aún, el cuestionamiento más punzante emerge en una escena específica en la que algunos habitantes de Umepay comparten un fogón y despliegan una serie de reflexiones sobre los modos que tienen de habitar este territorio. En este contexto, una de las fundadoras de este proyecto lanza una reflexión incómoda:

Es eso, cuando llegás, no se acabó ahí. Yo no me quiero sentir adentro de una burbuja […] escucho a la gente hablando de la creación de realidad y de que todo lo que hacés es tu propia creación y, a veces, me da bronca escuchar eso […] pienso que nosotros somos unos afortunados que podemos estar filosofando acerca de todo esto […] pensamos que creamos realmente nuestra propia realidad, y somos ingenuos pensando que es así […] Hay gente que no pudo elegir tanto, que le tocó otra cosa, a veces se rozan una líneas de ingenuidad peligrosa.

Esta voz disonante aparece para desarmar la armonía que los habitantes de este lugar se esfuerzan por sostener y mostrar. Así, logra poner en cuestión algunas de las idealizaciones sobre los estilos de vida que pueden desplegarse en este tipo de escenario y cuestiona aquella idea que insta o invita a construir paraísos a fuerza de pura voluntad.

La película de Gueler desmantela, en parte, las representaciones sublimadas sobre los estilos de vida saludables, enmarcados en un contacto estrecho con la naturaleza y en base a una organización comunitaria. Muestra que, más allá de las apariencias, en estas aldeas también existen conflictos, tensiones y fricciones o, incluso, que el paraíso y el infierno pueden recrearse en cualquier lugar del mundo. Sin embargo, como espectadora –y también como antropóloga– creo que “se queda corta” al momento de penetrar en estas dimensiones conflictivas. La realidad social es mucho más compleja, incluso en una comunidad que parece ser la epifanía de un sueño materializado. En este sentido, ese destello de sensatez que se levanta en la voz de una de las fundadores de Umepay se reduce sólo a eso: un destello que se va apagando o va quedando silenciado por una narrativa dominante que recalca y recupera todas las bondades asociadas con las prácticas, formas y estilos de quienes habitan Umepay.

Como cualquier producción de este tipo, “El mundo que quisiera” se levanta en un juego entre lo que se expone y lo que se invisibiliza, sobre lo que se sugiere y lo que se explicita, sobre claros y oscuros. En esta producción se muestran, se sugieren y se iluminan muchas dimensiones que invitan a pensar, por ejemplo, sobre los estilos de vida saludables, la existencia humana, las prácticas cotidianas, los sueños, las utopías y los movimientos vitales. Sobre las forma de vincularnos y conocernos. No obstante, más allá de las reflexiones que podamos construir sobre aquello que sí se muestra, cabe preguntarse por todo lo que, por decisión u omisión, queda invisibilizado en esta trama.

En primer lugar, creo que hubiese sido necesario problematizar algunos de los efectos que estos movimientos poblacionales suelen generar en los territorios de acogida, es decir, en estas localidades pequeñas que ostentan diversos patrimonios paisajísticos. La película profundiza en una constelación de motivos –o en las causas– que llevaron a distintas personas a salir de la gran ciudad para generar un cambio en sus vidas, pero no nos dice mucho sobre los efectos de esta llegada. ¿Qué cambios materiales o simbólicos generan al llegar? La eco-aldea –como su nombre lo indica– propone el desarrollo de prácticas sustentables y de cuidado con el entorno circundante, sin embargo, el despliegue de este pequeño pueblo acarreó un conjunto de transformaciones que no aparecen señaladas en relato. En relación con este punto, es preciso indicar que muchas de estas transformaciones suelen ser motivadas por la necesidad que tienen estos actores de recrear algunas de las comodidades urbanas a las cuales accedían en esa gran urbe que terminan por abandonar. Entonces, sería importante indagar en los siguientes ejes: ¿Qué dejan y qué traen estxs metropolitanxs en sus valijas? Y, además, ¿Qué efectos producen todos aquellos objetos, anhelos y necesidades que se mueven junto a ellxs?

En segundo lugar, existe una ausencia llamativa de los “otros” que habitan en ese lugar donde se emplaza Umepay. Desde el comienzo de la película, con imágenes realmente impactantes, el escenario serrano se presenta como prístino, virgen, vacío y despojado de cualquier otra actividad humana. El nudo de la historia se sitúa sobre la recreación de una naturaleza viva que impone un conjunto de desafíos a quienes se han aventurado a domarla. Una sola escena –bien fugaz– nos habla de “los vecinos”: paisanos que son representados bajo todos los estereotipos del mundo rural. Un mundo, vale decir, bien distinto a las formas expresivas que asume, y ostenta la comunidad de Umepay. En este sentido, la película motoriza –por su ausencia– una reflexión ineludible sobre los encuentros y desencuentros que se generan entre esta comunidad de “iguales” y aquellos otros que, desde hace décadas, habitan en estas tierras.

En tercer lugar, en diversos momentos del filme se ponen en escena algunas de las dificultades asociadas a la organización comunitaria y esta apuesta resulta sumamente atractiva. Más aún, ¿dónde está lo colectivo? Lxs habitantes de Umepay parecen indicarnos, una y otra vez, que esa dimensión emerge del encuentro de sus propios deseos de realización personal; es decir, de la suma de sus anhelos individuales de “querer vivir mejor, de otra forma”. Motivados por cierta espiritualidad del “buen vivir”, quienes narran la historia olvidan mostrar algunas de las dimensiones colaborativas de esta comunidad e incluso las diversas formas que tienen de recrear “lo común”.

En cuarto lugar, “El mundo que quisiera” esquiva una problemática clave: los modos de administrar, regular, comercializar y valorizar el territorio serrano. Y, en relación con este argumento, olvida señalar aquellas condiciones de privilegio que posibilitan el acceso, el disfrute y la posibilidad de habitar en él. ¿Quiénes puedan realizar este cambio en sus estilos de vida?, ¿qué recursos materiales y simbólicos se necesitan para materializar el sueño?, ¿quiénes pueden, en definitiva, construir su propia realidad o, como dice el título de la película, habitar el mundo que quisieran?

Estos interrogantes me llevaron a detectar un mensaje que resulta un tanto peligroso. Lxs habitantes de la aldea entienden “ser afortunadxs” y por esto se proponen llevar adelante lo que hacen con toda la responsabilidad posible. Sin embargo, me parece difícil pensar que la variable de la fortuna o la suerte puede definir algo en el mundo de lo social. Lo cierto es que la realidad se encuentra atravesada por múltiples relaciones de desigualdad y más allá de las acciones colectivas, las intenciones o deseos de crear diferentes mundos, existen estructuras sociales que condicionan los cursos de oportunidad y posibilidad. Para cerrar, y pensando en la propuesta más provocativa de la película, me parece que más que preguntarnos por el tipo de mundo que se puede construir desde esta aldea serrana, deberíamos preguntarnos cómo dialoga esta aldea con el mundo y qué mundo, efectivamente, puede entrar en ella.

Texto: Lucía de Abrantes – EIDAES/UNSAM

Socióloga, Magíster en Antropología Social, becaria y doctoranda en Antropología por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Es docente universitaria de la UNSAM y participa activamente del programa, radicado en esta universidad, de “Migraciones y Transformaciones Sociales en Aglomeraciones Medianas y Pequeñas”.

Contacto: deabranteslucia@gmail.com

Un mundo. Una aldea

El 22 de septiembre del 2021, se llevó a cabo el conversatorio virtual: Un mundo. Una aldea. Diálogo sobre el film «El mundo que quisiera. Relatos de Umepay», a través del canal de youtube del Museo de Antropología de la UNC.

Participaron: Diego Gueler, director de «El mundo que quisiera». Daniela Goldes, realizadora audiovisual; Lucía de Abrantes, antropóloga  EIADES, UNSAM, junto a Matías Echeguren, fundador de Umepay; y Amrit Rial, habitante de Umepay y ex conductor de TV. La actividad estuvo moderada por Luciana Trimano, Doctora en Comunicación Social. CIECS, CONICET/UNC.


Compartimos aquí la actividad del conversatorio: https://acortar.link/dOYFwW

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