A través de una re lectura del libro El Principito y de los modos en que es entendida la domesticación, la antropóloga Veronica Lema, del Instituto de Antropología de Córdoba CONICET-Museo de Antropología UNC, reflexiona sobre como la arqueología puede revisitar algunos modos de entender las formas en que nos relacionamos con otras especies, sobre todo hoy, en tiempos de pandemia y coronavirus.
Como arqueóloga que trabaja con procesos de domesticación, me he basado siempre –y siempre vuelvo- al episodio de El Principito donde éste se encuentra con el zorro. La mayoría de la gente recordará la frase que está en ese capítulo: “lo esencial es invisible a los ojos”, pocos recordarán que en ese capítulo el zorro anhelaba ser domesticado por el Principito, éste a su vez pedía explicaciones de qué era eso y finalmente entendía que la rosa en su planeta lo había domesticado. En esas líneas están bellamente escritos los dimes y diretes, los afectos y los miedos, las libertades y los vínculos de este proceso, de esta práctica tan particular como milenaria. Hace un tiempo –antes de la llegada del Covid-19- volví una vez más a este escrito y una parte de él en la que no había reparado previamente llamó mi atención, aquella en la que el zorro le dice al Principito “eres responsable para siempre de lo que has domesticado”, que es en definitiva un poco el motivo por el cual él vuelve a su planeta a seguir cuidando de su rosa.
La literatura académica clásica sobre domesticación, basada en concepciones occidentales modernas y grecolatinas para su estudio, ha puesto el foco principalmente en la idea de control y dominio sobre plantas y animales y las formas en que el mismo se fue logrando, la responsabilidad sin embargo nunca está presente en esas narrativas. Asimismo otro pilar de esta mirada clásica –hoy ya cada vez menos hegemónica- es la división entre domus –de donde deriva el término domesticación- y agrios, una forma no solo de seccionar el mundo sino también de concebir la propiedad sobre las cosas. Así, domus remite a casa (de ahí también deriva la palabra doméstico) y también remite a don, a dueño, a propietario. Cada vez son más los estudios de cómo hemos lxs humanxs expandido nuestro domus hasta los lugares más impensados y cómo eso genera cada vez más –de manera figurada y literal- un hielo muy fino sobre el que caminar, el control es más difícil de ejercer, las redes de relaciones son tan intrincadas que nuestro caduco modelo de causa-efecto ya poco nos ayuda a entender y a hacer. Metemos la pata hasta el cuadril todo el tiempo y, si bien es cierto que el reparto de culpas a la humanidad como bloque no es justo (los daños del extractivismo y la contaminación de las transnacionales no se pueden comparar con los sectores más vulnerables de una sociedad que siguen consumiendo plástico y tirándolo a los ríos sobre cuyos márgenes se asientan) y que esa humanidad es además otro germen nacido de nuestra modernidad, sentimos que esa responsabilidad de la que hablaba el zorro nos cabe a todxs. Antropoceno o capitaloceno, herederos de errores del Neolítico o de la Revolución industrial, ahí vamos a remediar manchas de nuestro domus en el agrios, tajos de residuos tóxicos, manchas de petróleo, el pus de nuestras industrias ecocidas; ahí vamos como humanidad a conservar animales y plantas en peligro de extinción, a proteger ecosistemas frágiles, a concientizar a lxs otrxs –incluidas las comunidades indígenas- el cómo hacerlo. Para enmendar nuestros errores seguimos procurando controlarlo todo y todo sigue escapándosenos de las manos –ahora quizá por tanto jabón- y entonces ¿qué hacemos? ¡Nos sentamos a pensar cómo controlar más!: a las personas, a los animales, a los microorganismos, a sus interacciones, a sus proyecciones a futuro, hasta pensamos cómo controlar la responsabilidad. Hubo un arqueólogo que al estudiar procesos de domesticación en el pasado veía cómo este control de animales y plantas durante el Neolítico coincidía con el control entre las personas, su regulación, su asentamiento, su confinamiento, su represión. ¿No hemos cambiado mucho del Neolítico a esta parte o volvemos a cargar en el pasado las justificaciones del presente naturalizando un “siempre fue así”? ¿Cuánto faltara para que el próximo colapso civilizatorio sea explicado porque un animal traído al domus desde el agrios hace miles de años atrás, portaba un virus que diezmó a toda una comunidad?
Pienso ahora de vuelta en el zorro meneando la cabeza y mirando lánguidamente los campos de trigo que le recuerdan a los cabellos del Principito. Él siempre habló de afecto, de cariño, de cuidados mutuos. Estaba cansado de las escopetas de los hombres que crían gallinas. Muchos años antes de que ahora fuera un término al que nuestros oídos se han acostumbrado, creo que el zorro hablaba de responsabilidad afectiva. Esto no sería algo llamativo para las comunidades indígenas del Ande que se encuentran entre las principales domesticadores a nivel histórico mundial. Allí las implicancias mutuas en las redes de relaciones de crianza que involucran cariño y cuidado, al igual que peligro y castigo, hacen de la idea de responsabilidad una que está implícita.
Hace unos días me topé con una foto de una familia en plena pandemia de gripe española durante la primer guerra mundial, ahí están debajo de sus mascarillas la familia tipo: marido, mujer, hijxs y en brazos del primero el gato de la casa con su barbijo también…ese virus afectaba a humanos y a animales domésticos –y domesticados- como los michifuses. Ahí recordé: eres responsable de lo que has domesticado y se me hizo ese barbijo de una gran responsabilidad afectiva. Muchos de los virus que nos han afectado en el pasado –como el de la gripe española – proceden de animales domesticados pero no domésticos sino de granja: cerdos y aves principalmente. Otros provienen de monos y ahora de murciélagos y pangolines. Los últimos, no domesticados ni domésticos, coexistiendo en jaulas próximas en un mercado por fuera de sus respectivos agrios, donde poco probablemente se hubiesen cruzado. Y atravesando todo eso el virus, que por momentos cobra una identidad sobredimensionada y por otros se escabulle mientras buscamos “responsables” más palpables o con más entidad jurídica. Es que –como nos ha tocado ver en los debates en torno a la ley de interrupción legal del embarazo- aún está en discusión si un virus tiene vida o no, lo cual le daría o no un lugar –y derechos – en el potencial parlamento de cuerpos vivos (vulnerables) que viven en el planeta Tierra, como dijo hace poco Paul Preciado.
Leyendo desde hace un tiempo discusiones sobre lo que es o no domesticación, sobre las implicancias políticas de esta definición, sobre qué podemos aprender para su refundación –si es que ello tiene sentido- a partir de los restos del pasado, tras mucho apunte, mucho subrayado de textos, mucha pólvora re descubierta –todo lo que una puede hacer encerrada en su casa con su gata en tiempos de cuarentena – llegué a algo así: “domesticación como gestión de la vida”. Luego la palabra “gestión” me hizo mucho ruido –otra vez los fantasmas del control, del antropocentrismo, de la naturaleza a nuestro servicio- y volví a la hoja en blanco. Decidí entonces jugar un viejo truco de quienes trabajamos en el tema: etimología. Googleo y lo primero que sale es: “responsabilidad se forma del verbo latino respondere (dar correspondencia a lo prometido, responder). Pero cabe añadir que este verbo se forma con el prefijo re- (reiteración, vuelta al punto de partida, idea de vuelta atrás) sobre el verbo latino spondere (prometer, obligarse y comprometerse a algo), por eso la responsabilidad es la cualidad de aquel que es capaz de responder a sus compromisos. De la raíz del verbo spondere vienen también palabras como corresponder, esposo y esposa (del latin sponsus y sponsa, en origen, prometido y prometida)”. Cambiamos entonces de dueño y propietario a prometidxs, control por compromiso con lo acordado, con lo pactado, llegamos al cuidado mutuo; palabras que también se escuchan mucho en estos días.
Mi gata ronronea en mi regazo y me siento feliz porque el virus no la afecta, pienso en todos los animales que han retornado a los espacios de donde lxs humanxs nos hemos replegado, pienso en los animales que eran alimentados por turistas y transeúntes que ahora se las están rebuscando, pienso en las desigualdades profundas entre los domus a los cuales los distintos humanxs estamos ahora confinados, en que aun sentimos que somos responsables de reparar todo este lio planetario y ni siquiera estamos seguros de si es buena idea seguir un mapa cartesiano. Exhalo angustiada y frustrada, mi gata se baja, re– spondere; re: vuelta al punto de partida. Recorro la digitalización de mis materiales arqueológicos que están en el laboratorio, allí hay restos de plantas, de insectos, de animales, de piedras, de humanos ¿Cuál habrá sido la responsabilidad que asumieron entre todxs ellxs? ¿Cómo habrá sido eso que seguramente hicieron de forma muy distinta a cómo lo estoy pensando? Habrá que aprovechar estos quince días más para ejercitar una escucha profunda de estos antiguos restos y ver qué tienen para contar; spondere: comprometerse a algo, ese será mi compromiso como arqueóloga en medio de una pandemia que –como todas- es necesariamente multiespecie. Espero poder saber oír ya que, dicen, es siempre lo más difícil; quizá si soy paciente, escuche al zorro correteando en mi terraza.
Por Verónica S. Lema
Antropóloga, Investigadora del Instituto de Antropología de Córdoba CONICET – Museo de Antropología UNC