Ser mujer y ser indígena

A raíz de las atrocidades cometidas por el personal policial el 31 mayo hacia los habitantes de una casa, en un barrio Qom, de la localidad chaqueña de Fontana, Soledad Pérez Otazú y Emilia Sotelo –estudiantes de la Licenciatura en Antropología de la FFyH y oriundas de esa provincia–, describen cómo se construyó en el sentido común de lxs vecinxs que los Qom son los responsables de la propagación del coronavirus. “Indios infectados” son algunos de los epítetos que disparan contra las comunidades indígenas. Violencia, discriminación y racismo, sumado a la crueldad, el abuso sexual y la muerte que padecen niñas y mujeres por ser pobres e indígenas.

Amalia Vargas pidiendo justicia.
Fotografía: Reinaldo Ortega
Amalia Vargas pidiendo justicia.
Fotografía: Reinaldo Ortega

Suena la alarma sanitaria en todo el Gran Resistencia anunciando el toque de queda a las 21:00 hs cada noche. Desde que se agudizó la pandemia, la provincia -y en especial su capital- se volvió uno de los epicentros de contagio del país. Esta alarma, de estética un tanto distópica, comunica un mensaje amenazante sobre lxs ciudadanxs: quienes se encuentren afuera no sólo se exponen al peligro del Covid-19, sino también al de las fuerzas de seguridad provinciales. La alarma marca el comienzo del horario del terror para los barrios populares y villas.

Es que desde que inició la cuarentena, se han intensificado problemas sociales y estructurales ya instalados mucho antes que el virus llegase. Al toque de queda se sumó una política de aislamiento de barrios y zonas específicas, principalmente en el Gran Toba, sector de barrios Qom considerado como el mayor foco de contagio actual. Coincidentemente, esta área presenta altos niveles de hacinamiento, donde se estima viven más de 4500 personas, llegando a habitar hasta 4 familias por lote, y 16 personas en promedio por vivienda. El cordón sanitario significó el cierre de casi todos los accesos a la zona de más de 31 hectáreas, dejando sólo dos accesos abiertos y controlados, un accionar del gobierno marcadamente diferencial en función de otras zonas de la ciudad que también presentan contagios. Imposibilitadxs de hacer sus changas, comercios o ventas de artesanías, muchas familias vieron disminuidos sus principales ingresos, situación agravada por las magras ayudas estatales y el apoyo sanitario paupérrimo. Poco a poco, el estigma del virus fue sedimentándose sobre la ya histórica discriminación racial, generando una gran hostilidad hacia el barrio “infectado” y hacia la comunidad indígena en general. Son comunes las expresiones de ensañamiento como “indios infectados, métanse en sus chozas”, emanadas de los megáfonos que patrullan la zona al momento del toque sanitario. Comercios, comedores y merenderos restringieron bajo estas manifestaciones de odio, miedo y temor el acceso a personas pertenecientes al Gran Toba. Se construyó en el sentido común la idea de que los qom eran los responsables de la pandemia, algo irónico, siendo que en nuestro contexto la importación fue europea. La situación de discriminación es similar para aquellas familias qom que viven fuera del cordón sanitario.

Situarnos por ejemplo, en el paisaje configurado por los asentamientos que sectorizan al poblamiento indígena en Fontana, localidad situada a 5 km de la capital chaqueña, implica reconocer calles de tierra, sobre las cuales se extienden viviendas de extrema precariedad con ausencia de agua potable, que lindan con descampados, basurales y charcos de agua servida. Tanto en verano como en invierno, las temperaturas afectan fuertemente a la población. También hay presencia de agentes del estado como un centro de salud y una comisaría correspondiente a la zona. Un rasgo peculiar, es el nombre asignado a la localidad en honor a Jorge Luis Fontana, militar comprometido con la Conquista del Chaco, vinculado al presidente Julio Argentina Roca y a su ministro de guerra Benjamín Victorica. Se desempeñó en el cargo de gobernador y secretario del Territorio Nacional Chaco, en estrecha relación con su participación como militar de alto rango, en procesos históricos que perpetraron el genocidio indígena. El nombre asignado a unos de los barrios de Fontana, Banderas Argentinas, resulta otra ironía de los procesos de constitución del estado y el ser nacional, como productor de mecanismos de opresión.

El 31 de mayo, efectivos de la Comisaría 3º ingresaron de forma violenta y sin orden de allanamiento en la casa de una familia qom de Banderas Argentinas, barrio que no presenta casos de Covid19, ni se encuentra aislado. Los testimonios relatan que la familia habría salido a ver qué sucedía en la calle, donde un grupo de policías perseguía a jóvenes que presuntamente habrían violado el toque de queda. Los efectivos se abalanzaron sobre la casa de Elsa. Ella estaba con sus hijxs y sobrinxs, jóvenes y menores de edad. Fueron brutalmente golpeadxs y heridxs por balas de goma y plomo. A una vecina que encomendaron el cuidado de una de las niñas de 8 años también la golpearon, le quebraron el tabique y las costillas. Luego trasladaron a cuatro de lxs jóvenes a la comisaría, donde continuaron las torturas psicológicas, físicas y sexuales. Apagaron las luces en la habitación donde lxs tenían esposadxs, fueron rociadxs con alcohol y amenazadxs con ser prendidos fuego, mientras les gritaban “indios infectados”. Además de desfigurarles el rostro, cinco policías “saltaron sobre sus pechos” y abusaron sexualmente de las mujeres, una de ellas menor de edad. Fueron liberadxs a las 13:00 hs del día domingo, sin ningún tipo de contención inmediata. Después de ir al hospital y realizar las denuncias pertinentes, recibieron amenazas de muerte. Las víctimas, una de ellas con episodios de nervios y desmayos producto del shock que le dejó la tortura, fueron luego asistidas por organizaciones sociales, la Secretaría de Derechos Humanos y Géneros de la Provincia de Chaco, instituciones de salud y la fiscalía. Lo que no estuvo exento de fricciones entre las organizaciones sociales y el accionar de organismos del estado. Los policías implicados fueron apartados, mientras se iniciaba un sumario administrativo. La Secretaría de Derechos Humanos y Géneros de la provincia se definió como querellante en la causa.

El cuerpo de la mujer indígena

Los videos y las fotos que retratan lo sucedido se volvieron virales, teniendo repercusión nacional y causando indignación y conmoción en unxs y aplausos en otrxs. Sólo un vistazo en las publicaciones y comentarios de las redes sociales basta para encontrar discursos de odio que avalan el accionar policial y condenan a las víctimas por “violar el toque de queda”, tildándolxs de “chorros”, y, nuevamente, “indios infectados”. Inclusive, solo dos días después, y al darse a conocer el procesamiento de los policías, vecinxs del barrio se reunieron en la entrada de la Comisaría 3º para hacer entrega de una carta en apoyo a los efectivos implicados en el caso. Curiosamente, la idea del “algo habrán hecho” resuenan en este tipo de mensajes, como ecos salidos de los tiempos más oscuros de la historia argentina. 

El apoyo que obtienen estas prácticas es indicativo de la cada vez más creciente proliferación de discursos fascistas en todo el mundo. Este tipo de hechos interpela también a la praxis antropológica, al momento de escribir sobre el dolor de unx otrx que es revictimizado por la exposición mediática y en la reflexión escrita se pone de manifiesto la necesidad de decir algo al respecto, que contribuya a cuestionarnos en tanto sociedad sobre la naturalización del racismo y la violación de mujeres indígenas, como consecuencia  de un sistema de dominación.

En el Chaco se revela una histórica y sistemática sedimentación de prácticas violentas y racistas hacia los pueblos originarios, desde las campañas del desierto verde, pasando por la masacre Napalpí, al presente. A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, reconocemos enfoques antropológicos vinculados a la Conquista del Chaco, que estuvieron en consonancia con las bases de la constitución de un estado nación que aspiraba a la blanquitud social. En este marco, la participación de la antropología en viajes exploratorios alineados a la expansión y a la conquista del territorio, da cuenta de una fascinación hacia el cuerpo del otro que se plasma en el registro fotográfico bajo la mirada masculina y foránea del colonizador, sexualizando el cuerpo de la mujer y destinándolo como producto pornográfico, a circular y a ser consumido en tierras extranjeras, asociado a otras prácticas de abuso y múltiples formas de violación, que han contribuido a un sistema de dominación donde la violencia sexual hacia la mujer indígena jugó un rol crucial. Estas relaciones de poder, regidas por lógicas que toman como objeto el sometimiento y la destrucción del cuerpo de unx otrx, se resignifican en la actualidad a través de prácticas de abuso policial en contextos urbanos de poblamiento indígena, que pugnan por reproducir y perpetuar un ethos racista y patriarcal, en el territorio provincial en consonancia, muchas veces, con las gestiones de gobierno.

Las fuerzas de seguridad, en el contexto actual, no hacen más que replicar un accionar represivo e ilegal, que impregna la matriz institucional del Ministerio de Seguridad Chaqueño. En lo que va de la cuarentena, ha habido más de 12 mil detenciones en el Gran Resistencia, muchas de ellas arbitrarias. La cuarentena aparece como un catalizador, una vía libre para la intensificación de prácticas ya instaladas. Así como el cordón sanitario oficia de frontera étnica y salubre, la alarma sanitaria, a su vez, se define como un tipo de frontera temporal, que habilita los momentos en donde estas prácticas pueden ser justificadas sobre determinadas personas, habilitando el abuso sobre quienes “se lo merecen”, al menos desde el sentido común de muchxs.

Ser mujer y ser indígena, son dos características que se conjugan en el padecimiento de violencias específicas e históricas, vulneradoras de las integridades físicas y sexuales. Los crímenes de género se inscriben en los cuerpos como un acto social y disciplinador. Son crímenes moralizadores -aunque no estén legalizados- que obtienen sus raíces de una profunda estructura simbólica social compartida. Lejos de ser actos individuales, los crímenes sexuales en un contexto de represión como el que ejerce la policía chaqueña son actos-en-sociedad porque intentan en su alegoría emitir un mensaje de control soberano, que reconfiguran y resignifican el fantasma de la conquista colonial.

En la cosmovisión indígena y en la lengua qom, el vocablo nala´, mediante la acción simbólica del lenguaje asocia a la mujer con la luz del sol, invitándonos a comprender sentidos en torno a lo femenino de acuerdo a otras interpretaciones de mundo presentes en mitos, leyendas, así como en distintas prácticas y rituales tradicionales. La subjetividad de las mujeres indígenas es forjada a la luz del sol y del sufrimiento que se inscribe en memorias colectivas vinculado al abuso que el estado patriarcal ejerce sobre sus cuerpos, como corolario de procesos de conquista y colonización. Feminidades racializadas. Las inscripciones de etnicidad operan junto con las de género, de clase y en este caso también de edad, como marcadores en las estructuras coloniales que reproducen tremendas desigualdades e injusticias, algo más que la pandemia puso en evidencia.

Conmemorándose este mes el quinto año de lucha consecutivo por la erradicación de la violencia de género y con más de 150 femicidios, travesticidios y transfemicidios a cuestas en el país, este hecho se inscribe en la sucesión de crímenes hacia mujeres e identidades feminizadas, que tienen lugar en esta cuarentena. La deuda con las mujeres y feminidades indígenas sigue siendo urgente.

Por Soledad Pérez Otazú y Emilia Sotelo

Estudiantes de la Licenciatura en Antropología – FFyH.
Integrantes del Colectivo de Antropólogas “Agarrate Catalina.

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