La antropóloga e investigadora Ludmila Da Silva Catela aborda cómo se construyó la cifra histórica de las personas desaparecidas en la última dictadura militar. Indaga, además, sobre qué se cuestiona cuando se discute este número, lo que representa como lugar de memoria y consigna de lucha contra la impunidad, y la responsabilidad del Estado argentino en el pasado y en la actualidad. Es el Estado, y no las víctimas, quien debe decir con exactitud cuántas personas desaparecidas hubo y hay en nuestro país.
La historia de un cifra que sigue abierta
30.000 como cifra tiene una historia. Por un lado, durante los años setenta, frente a la clandestinidad de los secuestros y la desaparición de los cuerpos de ciudadanas y ciudadanos en manos de las Fuerzas de Seguridad de la Nación, fueron los familiares de desaparecidos, las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas, las diferentes organizaciones de derechos humanos, quienes recopilaban la información sobre las personas que eran secuestradas. Consideraban que por una denuncia realizada había por lo menos otras dos que no se habían hecho o no habían podido ser registradas (testimonios de investigaciones y trabajo de campo antropológico). Así, 30.000 era una cifra abierta, una cifra que daba cuenta de lo silenciado por parte de la dictadura, una estimación que se hacía en medio del miedo, la soledad y la persecución.
Por otro lado, existe información de organismos internacionales que en aquellos años receptaban denuncias en el exterior. Por ejemplo, el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de los países del Cono Sur (CLAMOR) centralizó en Brasil la información sobre los bebés nacidos en cautiverio; y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) recibía las denuncias de exiliados que habían pasado por Centros Clandestinos de Detención (CCD). Además, comenzaron a circular documentos con información de Inteligencia de las propias Fuerzas Armadas.
Estos documentos desclasificados muestran que los militares estimaban que habían matado o hecho desaparecer a unas 22.000 personas entre 1975 y mediados de 1978, cuando aún restaban cinco años para el retorno de la democracia. El cálculo fue aportado por militares y agentes argentinos que operaban desde el Batallón 601 de Inteligencia a su par chileno Enrique Arancibia Clavel. Aparece entre los documentos que logró sacar a la luz el Archivo de Seguridad Nacional de la Georgetown University y a los que accedió la prensa en 2006 (Ver nota de La Nación: El Ejército admitió 22 mil crímenes ).
En julio de 1978, Arancibia Clavel envió un telegrama a sus superiores de la Dirección de Inteligencia Chilena (DINA) con nombres de decenas de víctimas en el país y precisando que se habían «computado 22.000 entre muertos y desaparecidos», desde 1975 y hasta «el día presente» (1978).
Documento desclasificado del Archivo de Seguridad Nacional de la Georgetown University. Firmado por Arancibia Clavel bajo el alias «Luis Felipe Alemparte Díaz» (descargar archivo).
Otro elemento que se tuvo en cuenta a la hora de construir la cifra de 30.000 fue la extensión de la violencia desatada por el Estado a lo largo y ancho del país, materializada en los Centros Clandestinos de Detención: 814 centros de detención, tortura y desaparición fueron reconocidos por el Estado (ver: mapa de CCD de la Secretaría de Derechos Humanos).
Con relación a los datos oficiales, en el año 1984 la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP) indicó 8961 víctimas, en base a las denuncias efectivamente realizadas ante este organismo. Una cifra abierta que debe seguir actualizándose: “el Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado tiene a su cargo la elaboración permanente de una base de datos de alcance nacional y carácter federal, con información sistematizada sobre las víctimas del accionar represivo ilegal del Estado argentino” (ver: sitio web).
La noción de permanente es clave, da cuenta de que se trata de una lista que no está cerrada, ya que la investigación y los juicios no han finalizado. Es el Estado quien debe actuar por la Verdad y la Justicia y no puede aún concluir sobre la magnitud de los delitos de lesa humanidad cometidos en el país.
La responsabilidad de dar respuesta sigue siendo del Estado
Es moralmente indigno que se le reclame a las víctimas y sus familiares que den una respuesta certera respecto a un número que ellas no pueden saber ni tienen por qué investigar, ya que no lo provocaron. Se está hablando de seres humanos desaparecidos, con nombre y apellido. De cuerpos ocultados, arrojados al río, al mar o en fosas comunes como cosas; de apropiación de bebés nacidos en cautiverio, de niños y niñas secuestradas, tabicadas, torturadas junto a sus padres; de procedimientos militares y policiales clandestinos e ilegales; de documentos públicos fraguados para robar bienes; de torturas y violaciones sobre cuerpos ya indefensos en centros clandestinos de detención. De archivos que las fuerzas de seguridad nunca entregaron ni revelaron.
La Justicia ha avanzado en demostrar la ilegalidad y la clandestinidad de éstos y otros hechos inimaginables: “De acuerdo con el relevamiento que la oficina especializada de la Procuración General de la Nación realiza con información provista por las fiscalías federales y unidades fiscales que intervienen en estos procesos, en las 301 sentencias fueron condenadas 1136 personas y absueltas 171. Entretanto, actualmente se llevan a cabo 17 juicios orales y públicos, mientras que las causas elevadas a juicio que aguardan por la realización del debate suman 73”. (Ver sitio fiscales.gob.ar).
Mientras que a las víctimas se les demanda una cifra, se ocultan otras cifras que cuentan cómo se rompió la impunidad. Los discursos que niegan, dudan o reivindican las acciones clandestinas del Estado silencian que 1136 policías e integrantes de las FFAA condenados y 814 Centros Clandestinos de Detención reconocidos por el Estado, lo que da cuenta de la violencia clandestina ejercida.
En este sentido, cuando un presidente, un legislador o un juez afirma que “los 30.000 no son verdaderos”, ¿no está acaso incumpliendo los deberes de funcionario público, ya que tiene la obligación de investigar cada una de las detenciones, torturas y desapariciones que se ejecutaron en este país (las del pasado reciente y las del presente)? Cada desaparición es un crimen de lesa humanidad que nos afecta a todos y todas.
No es a las víctimas a quienes hay que reclamarle una cifra exacta y estadística; eso es responsabilidad del Estado (y sus poderes legislativo, judicial y ejecutivo). Es el Estado argentino quien debe decir con exactitud cuántos desaparecidos y desaparecidas hubo (y hay) en el país.
Un símbolo de lucha contra la impunidad
30.000 desaparecidos y desaparecidas no es un dato estadístico. La cifra es una consigna y un lugar de memoria. Un número redondo que se constituyó -así como los 6.000.000 de judíos asesinados durante el Holocausto- para dar cuenta y significar el accionar clandestino y terrorista del Estado. Un número para referenciar el horror.
Es una cifra símbolo que tiene una historia: la lucha contra la impunidad. Una historia de la incertidumbre que viven, aún hoy, los familiares de los y las desaparecidas frente a la clandestinidad con la que actuó el Estado.
La cifra, 30.000, muestra y revela la clandestinidad; expresa la impunidad de los genocidas que nunca hablaron ni entregaron documentación verídica de los asesinatos y desapariciones que ejecutaron. Da cuenta de una cifra abierta que la Justicia debe corroborar o rechazar. Impone a los gobernantes la responsabilidad de garantizar que no queden impunes los crímenes de lesa humanidad cometidos en este territorio contra sus ciudadanas y ciudadanos.
30.000 es una consigna sostenida por aquellos y aquellas que lucharon y luchan por la memoria de los muertos y contra el silencio de un Estado dictatorial. Es también un lugar de duelo frente a la ausencia de los cuerpos. Un espacio de nuevas luchas y visibilidades, como cuando se abre esa cifra a 30400 para incorporar a la memoria colectiva las torturas y desapariciones de la comunidad LGTB.
Es interesante observar que quienes disputan el número, al hacerlo, por lo general sólo enuncian que “no son 30.000”, sin referenciar a qué se están refiriendo. Borran del enunciado la palabra desaparecidos. Silencian el significante.
El debate por la cifra es un debate ideológico, no estadístico. Es un lugar de disputa por los sentidos del presente, de esta Nación y los proyectos de país en juego. La desaparición de personas en manos del Estado y sus fuerzas de seguridad plantea un problema de diferentes niveles: político, ético, jurídico y religioso:
Político, en tanto genera luchas por visibilizar la impunidad y prácticas en defensa de los derechos humanos; pero también porque produce un espacio de disputa sobre los sentidos de la vida y la muerte. Ético, ya que nos enfrenta, como ciudadanos, a posicionarnos frente a los delitos que afectan a toda la humanidad. Jurídico, en la medida en que será el ámbito donde deberán buscarse las causas, establecerse los delitos y las penas, constituir las pruebas que permitan saber la verdad sobre el destino de los desaparecidos y condenar a los genocidas, victimarios y culpables. Religioso, ya que los seres humanos debemos enfrentar la muerte, comprenderla y gestar rituales que permitan separar el mundo de los vivos y de los muertos. El cuerpo del fallecido, locus del dolor, espacio de ritual de despedida, es vital para comenzar a transitar el duelo. Sin cuerpo no hay muerte, no hay tumba, no hay duelo.
En este territorio de sentidos y significados se ancla la discusión sobre el número 30.000. Quienes niegan su veracidad vacían de contenido político, ético, jurídico y religioso a la desaparición como delito de lesa humanidad. Reducen la desaparición a una cosa, una cifra, un número vacío de significante.
“30.000 compañeros desaparecidos: ¡Presentes! ¡Ahora y siempre!” seguirá siendo un grito constante, que se actualiza en el presente, con cada muerte y cada desaparición. Un lugar de memoria donde recordar a los muertos y accionar demandas al Estado.
30.000, seguirá siendo un lugar de disputas en el presente y hacia el futuro, como espacio abierto a otras memorias emancipadoras que enfrenten procesos negacionistas.
30.000, seguirá siendo una expresión que da cuenta de la identidad con la que se portan las banderas de las luchas por los derechos humanos en Argentina. Un sentido que se inscribirá de generación en generación que, como un tatuaje en la piel o un grafiti en la ciudad, dejará marcas de recuerdo y formas de transmisión de las memorias porque, incluso quienes se oponen o la niegan, la reconocen.
Texto: Ludmila Da Silva Catela
Investigadora Principal del CONICET en el Instituto de Antropología de Córdoba. Profesora en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y en la Universidad Nacional de La Plata. Doctora en Antropología Cultural y Magíster en Sociología por la Universidad Federal de Río de Janeiro.
Dirige el Doctorado en Ciencias Antropológicas de la UNC.
Edición: Área de Comunicación del IDACOR.