
Conmovidas por el triple femicidio de Morena Verdi (20), Brenda Del Castillo (20) y Lara Gutiérrez (15), cometido en Florencio Varela, Buenos Aires, durante la madrugada del 20 de septiembre de 2025, desde la antropología nos preguntamos qué nos revela este crimen como sociedad. Un hecho que condensa un dolor que se repite en Argentina a diario. Un dolor que no se agota en el repudio, ni en la denuncia, ni siquiera en el urgente reclamo de justicia.
Los cuerpos de mujeres y disidencias, sobre todo los de quienes viven en condiciones de mayor pobreza, son castigados con una crueldad que busca sembrar miedo y disciplinarnos.

Reconocer la figura penal del femicidio significa desterrar eufemismos como “crimen pasional” o “caso aislado”, y defender el derecho a la verdad, la justicia y la memoria de cada víctima. En Argentina, la Ley N° 26.791 reconoce al femicidio como figura agravada en el Código Penal. Son crímenes políticos contra mujeres e identidades feminizadas, donde los cuerpos son masacrados para imponer un mensaje de dominio y crueldad. Nombrar visibiliza y salva vidas. Nombrando exigimos políticas públicas efectivas.
Como explica la antropóloga Rita Segato, no se trata de crímenes de motivación sexual, sino de crímenes de guerra, donde el cuerpo queda inscripto como territorio, como campo de batalla de los poderes, como terreno-territorio de la acción bélica. Asesinatos, mutilaciones, violaciones, están inscriptos en un lenguaje de poder donde los cuerpos de las víctimas funcionan como lienzos en los que se inscriben dominación y poder.


Hoy, en un contexto en el que se eliminan programas estatales de contención social y desde las más altas esferas del poder se habilita la naturalización del odio y la exclusión, se confirma lo que advierte Segato: la violencia contra mujeres y disidencias no es un exceso singular y excepcional, sino un mensaje para toda la sociedad. Una pedagogía de la crueldad que nos disciplina a través de la violencia hacia nuestros cuerpos y nuestras vidas.
En nuestro país ocurre un femicidio cada treinta horas, cifra que no cesa mientras prima la individualidad sobre el sentido de comunidad. Elsa Blair habla de la “teatralización del exceso”, es decir, la escenificación de la crueldad. El triple femicidio de Florencio Varela inscribe su violencia no sólo en los cuerpos de las mujeres, sino también en la espectacularidad con que busca exhibirse para consolidar el mensaje. Como señala Segato, cada femicidio deja un mensaje disciplinador y aleccionador para recordarnos quién ejerce el poder.
Los medios masivos de comunicación, una vez más, vuelven la mirada hacia las víctimas. Escrutan sus actos, revisan sus decisiones, analizan sus rutinas, con acusaciones morales tales como “algo habrán hecho” o “debe haber una razón”, que nos liberan de responsabilidad social y legitiman el sistema patriarcal al centrar la atención en ellas, en lugar de en los femicidas.
El caso de María Soledad Morales, ocurrido en septiembre de 1990, en la provincia de Catamarca, Argentina, fue en ese sentido un parteaguas: nos enseñó, entre tantos otros, que debemos dejar de culpabilizar a las víctimas. De manera paralela, la criminalización de la pobreza también opera como un velo: exhibe delitos menores, el narcomenudeo y la delincuencia juvenil, para ocultar las tramas del crimen organizado, las condiciones que lo posibilitan y sus vínculos directos con el poder político.
En esta línea, ¿podemos dimensionar la violencia social, económica, simbólica que atraviesan a las mujeres en los barrios marginados? Son ellas las que sostienen las tareas domésticas y de cuidado mientras las condiciones de vulnerabilidad y la ausencia de respuestas estatales —que aparece sólo en su forma punitiva cuando ya es tarde— profundizan las desigualdades de género y aceleran la fractura del tejido social.



La lucha contra los femicidios no pertenece sólo a quienes ya no están: nos convoca a todas las personas que trabajamos por una sociedad más justa.
Quizás se trate de volver a pensarnos como sujetos sensibles y empáticos dentro de un entramado colectivo; de construir nuevas masculinidades, despojadas de los patrones de dominio y de crueldad; de modificar la indiferencia que crece en nuestra sociedad, generar nuevos vínculos y recuperar las relaciones interpersonales para volver a tejer lazos fértiles de interdependencia y reciprocidad.

Fotos: Alejandra Morasano
Texto: Irina Morán – Área de Comunicación del Museo de Antropologías. Natalia Bermúdez – “Núcleo de Antropología de la violencia, muerte y política”, y “Núcleo de Antropología de lo Visual” del IDACOR -CONICET; Ana García Armesto y Rocío Teruel Haro – Equipo “Espacios Patrimoniales con Perspectiva de Género” del Área de Educación – Museo de Antropologías