Yo vine para preguntar

Renata Rufino – Licenciada en Historia y Magíster en Antropología– relata cómo la pregunta “¿Qué hacés acá?” la atravesó como migrante brasileña, al punto de ponerle ese título a su tesis de maestría. Mediante esa inquietud buscó indagar los contrastes relacionados  al imaginario popular sobre Brasil, sus playas, buen clima y gente alegre, en contraposición al contexto político actual, las victimas del Covid-19 y los sentimientos relacionados al miedo y la desconfianza. Rufino rescata la antropología como ciencia social que logra «familiarizar lo extraño y extrañar lo familiar» y propone volver a preguntemos: ¿Qué hacemos acá?

Hace muchos años, para mi tesis de maestría en Antropología, investigué sobre las representaciones, sentidos e identificaciones de lxs migrantes brasileñxs que vivían en aquel momento en la ciudad de Córdoba. Trabajaba entonces en el recién inaugurado Consulado General de Brasil en Córdoba y, como mucho en la vida, el tema de investigación surgió como una posibilidad dentro de una situación casi imposible, una contingencia: llevar a cabo una investigación etnográfica mientras trabajaba en horario completo (9 horas, una hora para almorzar), sin beca y con tres hijxs pequeñxs. El proceso fue largo y en el medio pasaron muchas cosas. En particular, pasó la vida y se llevó, por ejemplo, el empleo seguro en plena crisis económica, a la vez que me dejó una tremenda crisis existencial, surmenage de por medio, y hasta la duda de si podría concluir la tesis –y por qué hacerla.

Esa posibilidad, que parecía una imposición (o investigaba eso o no podría investigar nada), fue también una posibilidad de revisitar mi propio proceso como migrante brasileña y, de hecho, la introducción de la tesis fue muy autorreferencial. Pude, en ella, volver a visitar la mirada de aquella chica de veinte años que se sentía incomodada o asombrada con la alteridad inesperada de encontrarse con otrxs (otros sentidos, otra lengua, otro clima, otras necesidades, otro sentido del humor, otros horarios, otros rituales, otra comida, etc.) y descubrirse otra para estxs otrxs.

El trabajo que tuvo un nombre largo, con subtítulo explicativo, tenía por título principal “¿Qué hacés acá?” y partía de la pregunta recurrente que tenían que contestar las y los brasileños a las y los cordobeses que, en ese momento, tenían una imagen idealizada de Brasil (un lugar lleno de playas, de buen clima y gente simpática, alegre y despreocupada).

Hice muchas encuestas escritas (cerca de 80, no me acuerdo el número exacto) con un cuestionario larguísimo que pedí que contestaran lxs brasileñxs que pasaban tiempo en la sala de espera del consulado, esperando para realizar algún trámite o consulta, y después varias entrevistas. Asistí a muchas fiestas, celebraciones, conmemoraciones patrióticas y otras reuniones de la colectividad. Tuve la oportunidad de hablar con brasileñxs que eran operadorxs de turismo, empleadas domésticas, cantantes de cuarteto, “mães de santo” (sacerdotisas de las religiones afrobrasileñas), profesorxs de portugués y de capoeira, mozos, editores, etc. para preguntarles cómo eran sus vidas en Córdoba, porque habían dejado su país, cómo se sentía vivir lejos de su tierra natal, cómo lidiaban con las dificultades, qué cosas les atraía de su nuevo hogar, de que maneras se expresaban y se presentaban frente a lxs cordobesxs. En fin, cómo era ser brasileña o brasileño en Córdoba y qué respuesta daban a esa pregunta recurrente de “qué hacían acá”. Como un resumen muy, pero muy escueto, cuento que la mayor parte de las personas había venido movida por un lazo de afecto (familiar, de amistad, de amor) con alguien de la ciudad.

El trabajo de campo tuvo lugar entre fines de 2001 y 2004, en los complicados tiempos de múltiples crisis. Un día, sentada en mi puesto de trabajo en el consulado, con la panza del embarazo de mi tercera hija, recibí un llamado conmocionado del consulado de Nueva York, algo o alguien había derribado las Torres Gemelas, unos edificios gigantes en el corazón de la metrópolis. También y, principalmente, crisis política y económica en Argentina: el presidente se había fugado en helicóptero, dejando el país acéfalo, había muertxs en la calle, no se sabía cuánto costaba nada, el dinero perdía su valor día a día, mucha gente obtenía los elementos de primera necesidad por trueque. El año anterior, cuando estaba a punto de tener a mi segundo hijo, el ministro de Economía, Domingo Cavallo, había mandado a lxs investigadorxs a lavar platos. Yo había tardado mucho para graduarme, y mi edad y nacionalidad nunca eran buenas para postularme a las becas. Con el tiempo había desistido incluso de leer las convocatorias que eran siempre motivo de bronca, porque se dirigían casi siempre a “jóvenes investigadores argentinos”. Había empezado y reempezado tantas veces la Universidad que ya no sabía bien por qué estudiaba ni para qué.

Aún me pregunto, y no creo que haya que dejar de hacerlo nunca.

Como fuera, terminé la investigación y la presenté. Gracias a ella tengo mi título de posgrado.

Hoy, movida por otra crisis inmensa que todos conocemos, me acuerdo de todo aquello. Es verdad que la gente cada vez me pregunta menos “¿qué hacés acá?”. Puede ser porque ya he adquirido un acento cordobés que disimula mi tonada extranjera. Pero también, en tiempos de superinformación, nadie desconoce que mi país ahora es gobernado por un presidente que provoca (a cualquiera que tenga un mínimo de criterio y empatía) desconcierto, angustia, miedo, asco, y rabia por todo lo que hace y deja de hacer, por su desprecio hacia el bienestar del pueblo brasileño, por su opción obscena por lxs terratenientes, millonarixs y grupos paramilitares, por su servilismo a los poderosos, por elogiar a un torturador, por su desprecio por las artes, por su estupidez e ignorancia,  por un sinfín de razones que son de público conocimiento, y porque, hasta este momento, ha dejado que murieran más de diez mil personas, víctimas de la enfermedad causada por el coronavirus, no sólo por negligencia, sino por algo que parece ser, realmente, una política de exterminio de lxs más débiles (pobres, viejxs, enfermxs).

La alegría que mostraba Bolsonaro manejando un jet ski en el lago Paranoá el mismo día en que se difundió la cifra de diez mil muertos en el país no puede hablar más que de una celebración del éxito de una política de eugenesia que se vio acelerada por la pandemia de coronavirus. Creo que en este momento ya no es tan fácil pensar en Brasil sólo como un paraíso tropical. Como sea, mi país, como muchos otros que tienen malxs gobernantes, tiene cosas, personas, formas de hacer y de pensar maravillosas. Por otro lado, las fronteras se hicieron más rígidas, menos permeables, lxs forasterxs, siempre vistxs con inquietud, ahora, además, pueden traer el virus. Frente a esto, este “¿qué hacés acá?” podría cobrar otros sentidos, más llenos de miedo y desconfianza.

Una persona en Brasil con mascarilla por el coronavirus. / EFE

La gran alteración del mundo producida por la pandemia de coronavirus y la cuarentena dispuesta por muchos gobiernos ha expuesto aún más ciertas desigualdades e injusticias. Para poner nada más que un par de ejemplos, sólo lxs niñxs que tienen internet en su casa pueden seguir estudiando y sólo las personas que tienen un sueldo fijo en un empleo formal pueden seguir manteniendo sus necesidades básicas de comida, ropa, alquiler, remedios, etc. Pienso también en lxs viejxs y la sensación de descarte, que ya existía, pero que se hace todavía más evidente con la elección de quién se va a dejar morir cuándo sólo hay un respirador en una unidad de terapia intensiva. Pienso en la muerte en soledad, en la prohibición de los rituales de muerte, la ausencia de los velorios, el silenciamiento de la muerte y de lxs muertxs, en lxs muertxs “subnotificados”, en aquellxs, como en Chile, donde el sistema de salud, casi que exclusivamente privado, registra a lxs muertxs como “recuperadxs” porque ya no podrán contagiar a otrxs. En la prohibición del contacto físico, la derogación del abrazo. En la cancelación del espacio público para las artes, las ferias, las fiestas. En la soledad de lxs solterxs, de lxs que viven solxs. En el calvario de las mujeres que murieron –y que van a seguir muriendo- dentro de sus casas, víctimas de la violencia machista, del patriarcado como forma de generar verdugos y sacrificadas. En las madres trabajadoras (y algunos padres) con sus niñxs en casa, desesperadas por cumplir ahora también la función de maestras, sin el respiro de salir a hacer algo en la calle.

Pero no puedo dejar de registrar los hermosos días de otoño que hubo este año, este año en especial, días soleados, apaciguados de los fuertes vientos que suelen alterar la belleza del otoño, también los pájaros y otros animales silvestres que vuelven a salir, que aparecen de repente en escenarios urbanos, parques, piletas. En el placer de trabajar en pantuflas, de no tener que enfrentar el tránsito. También, en la relativa tranquilidad que me da, a pesar de los pesares, el hecho de que el actual gobierno argentino haya dispuesto hacer cuarentena, desde la premisa de que “una economía se puede levantar, pero a una persona muerta no se la resucita”, más allá de todo lo que nos imposibilita, más allá de los incumplimientos e incongruencias. Y en muchas otras cosas más que se me mezclan en este escrito un poco caótico.

No pretendo comparar ésta con las otras crisis que mencioné, ni escribo esto como un texto inspirador de “alguien que ya pasó por otros temporales” y sabe cómo hacer las cosas. Creo que cada crisis es diferente y es diferente también para cada persona según su lugar en el mundo, en el tiempo (también en qué momento de su ciclo vital) y en el espacio (social y geográfico)

Como dije antes, cuando hablé de un tema de investigación que se me había impuesto por las circunstancias pero que se terminó transformando en una oportunidad de reflexión – que me hizo repensar la experiencia que, de alguna forma, me inició en la Antropología mucho antes de que me propusiera a estudiar nada de esto – : las encrucijadas a veces nos obligan a detenernos en un punto, un punto de salida que se achica, nos pone frente a frente con algo, y nos da la oportunidad de enfrentarlo. En este enfrentamiento no hay sujetos indeterminados. Es un yo que se encuentra de pronto con algo que no podemos explicar, que tiene algo de incongruente, tal vez, pantuflas y muertes escondidas.

Creo que la Antropología y su enfoque que siempre parte de la subjetividad de sus investigadorxs, de entender antes que nada cuál es el lugar de unx en el mundo, es una excelente herramienta para pensar todo lo que nos toca vivir en estos días. Pienso que, aunque es difícil entender algo en el mismo momento en que sucede, nos queda la posibilidad de predisponernos al enfrentamiento, sostener la duda, no bajar la mirada, no escapar al asombro, a la incertidumbre (incluso porque no hay adónde ir). Desde nuestro quehacer de gente que quiere dialogar con el mundo, tenemos herramientas privilegiadas para reflexionar, para desencajar la mirada, soportar un poco la (in)quietud, animarnos a silenciar los celulares (tal vez abrirlos más para hacerles preguntas o encontrar consuelo) para llenar los diarios de campo de preguntas, para tratar de leer textos que nos ayuden a desentrañar nuestros problemas yendo lo suficientemente lejos como para poder abrir un horizonte. Buscar, como reza una máxima de nuestra disciplina: familiarizar lo extraño y extrañar lo familiar.

Creo que es momento de preguntarnos también ¿qué hacemos acá?

Renata Rufino
Lic. en Historia – Mgter en Antropología
Profesora del Departamento de Antropología, de la FFyH, UNC



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